Nueva Corónica y Buen Gobierno – Felipe Guamán Poma de Ayala
La primera historia de las
reinas Coya Mama Huaco Coya
Los Comentarios Reales de los Incas del Perú – Inca Garcilaso de
la Vega
Tuvieron los Incas amautas que el hombre era
compuesto de cuerpo y ánima, y que el ánima era espíritu inmortal y que el
cuerpo era hecho de tierra, porque le veían convertirse en ella, y así le
llamaban Allpacamasca, que quiere decir tierra animada. Y para diferenciarle de
los brutos le llaman runa, que es hombre de entendimiento y razón, y a los
brutos en común dicen llama, que quiere decir bestia. Diéronles lo que llaman
ánima vegetativa y sensitiva, porque les veían crecer y sentir, pero no la
racional. Creían que había otra vida después de ésta, con pena para los malos y
descanso para los buenos. Dividían el universo en tres mundos: llaman al cielo
Hanan Pacha, que quiere decir mundo alto, donde decían que iban los buenos a
ser premiados de sus virtudes; llamaban Hurin Pacha a este mundo de la
generación y corrupción, que quiere decir mundo bajo; llamaban Ucu Pacha al
centro de la tierra, que quiere decir mundo inferior de allá abajo, donde
decían que iban a parar los malos, y para declararlo más le daban otro nombre,
que es Zupaipa Huacin, que quiere decir Casa del Demonio. No entendían que la
otra vida era espiritual, sino corporal, como esta misma. Decían que el
descanso del mundo alto era vivir una vida quieta, libre de los trabajos y
pesadumbres que en ésta se pasan. Y por el contrario tenían que la vida del
mundo inferior, que llamamos infierno, era llena de todas las enfermedades y
dolores, pesadumbres y trabajos que acá se padecen sin descanso ni contento
alguno. De manera que esta misma vida presente dividían en dos partes: daban
todo el regalo, descanso y contento de ella a los que habían sido buenos, y las
penas y trabajos a los que habían sido malos. No nombraban los deleites
carnales ni otros vicios entre los gozos de la otra vida, sino la quietud del
ánimo sin cuidados y el descanso del cuerpo sin los trabajos corporales.
Capítulo
XXIV: La medicina que alcanzaron y la manera de curarse.
Es así que atinaron que era
cosa provechosa, y aun necesaria, la evacuación por sangría y purga, y, por
ende, se sangraban de brazos y piernas, sin saber aplicar las sangrías ni la
disposición de las venas para tal o tal enfermedad, sino que abrían la que
estaba más cerca del dolor que padecían. Cuando sentían mucho dolor de cabeza,
se sangraban de la junta de las cejas, encima de las narices. La lanceta era
una punta de pedernal que ponían en un palillo hendido y lo ataban porque no se
cayese, y aquella punta ponía sobre la vena y encima le daban un papirote, y
así abrían la vena con menos dolor que con las lancetas comunes. Para aplicar
las purgas tampoco supieron conocer los humores por la orina, ni miraban en
ella, ni supieron qué cosa era cólera, ni flema, ni melancolía. Purgábanse de
ordinario cuando se sentían apesgados y cargados, y era en salud más que no en
enfermedad. Tomaban (sin otras yerbas que tienen para purgarse) unas raíces
blancas que son como nabos pequeños. Dicen que de aquellas raíces hay macho y
hembra; toman tanto de una como de otra, en cantidad de dos onzas, poco más o
menos, y, molida, la dan en agua o en el brebaje que ellos beben, y habiéndola
tomado, se echa[n] al sol para que su calor ayude a obrar. Pasada una hora o
poco más, se sienten tan descoyuntados que no se pueden tener. Semejan a los
que se marean cuando nuevamente entran en la mar; la cabeza siente grandes
vaguidos y desvanecimientos; parece que por los brazos y piernas, venas y
nervios y por todas las coyunturas del cuerpo andan hormigas; la evacuación
casi siempre es por ambas vías de vómitos y cámaras. Mientras ella dura, está
el paciente totalmente descoyuntado y mareado, de manera que quien no tuviere experiencia de los efectos de aquella raíz entenderá
que se muere el purgado; no gusta de comer ni de beber, echa de sí cuantos
humores tiene; a vueltas salen lombrices y gusanos y cuantas sabandijas allá
dentro se crían. Acabada la obra, queda con tan buen aliento y tanta gana de comer que se comerá cuanto le
dieren.
A mí me
purgaron dos veces por un dolor de estómago que en diversos
tiempos tuve, y experimenté todo lo que he dicho.
.
Crónica de una muerte anunciada
Gabriel García Márquez
- Fragmento -
El día en que lo
iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el
buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de
higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el
sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros.
«Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida Linero, su madre, evocando 27
años después los pormenores de aquel lunes ingrato. «La semana anterior había
soñado que iba solo en un avión de papel de estaño que volaba sin tropezar por
entre los almendros», me dijo. Tenía una reputación muy bien ganada de
intérprete certera de los sueños ajenos, siempre que se los contaran en ayunas,
pero no había advertido ningún augurio aciago en esos dos sueños de su hijo, ni
en los otros sueños con árboles que él le había contado en las mañanas que
precedieron a su muerte.
Tampoco Santiago
Nasar reconoció el presagio. Había dormido poco y mal, sin quitarse la ropa, y
despertó con dolor de cabeza y con un sedimento de estribo de cobre en el
paladar, y los interpretó como estragos naturales de la parranda de bodas que
se había prolongado hasta después de la media noche. Más aún: las muchas
personas que encontró desde que salió de su casa a las 6.05 hasta que fue
destazado como un cerdo una hora después, lo recordaban un poco soñoliento pero
de buen humor, y a todos les comentó de un modo casual que era un día muy
hermoso. Nadie estaba seguro de si se refería al estado del tiempo. Muchos
coincidían en el recuerdo de que era una mañana radiante con una brisa de mar
que llegaba a través de los platanales, como era de pensar que lo fuera en un
buen febrero de aquella época. Pero la mayoría estaba de acuerdo en que era un
tiempo fúnebre, con un cielo turbio y bajo y un denso olor de aguas dormidas, y
que en el instante de la desgracia estaba cayendo una llovizna menuda como la
que había visto Santiago Nasar en el bosque del sueño. Yo estaba reponiéndome
de la parranda de la boda en el regazo apostólico de María Alejandrina
Cervantes, y apenas si desperté con el alboroto de las campanas tocando a
rebato, porque pensé que las habían soltado en honor del obispo.(…)
La última imagen
que su madre tenía de él era la de su paso fugaz por el dormitorio.
La había
despertado cuando trataba de encontrar a tientas una aspirina en el botiquín
del baño, y ella encendió la luz y lo vio aparecer en la puerta con el vaso de
agua en la mano, como había de recordarlo para siempre. Santiago Nasar le contó
entonces el sueño, pero ella no les puso atención a los árboles.
-Todos los sueños
con pájaros son de buena salud -dijo.Lo vio desde la misma hamaca y en la misma
posición en que la encontré postrada por las últimas luces de la vejez, cuando
volví a este pueblo olvidado tratando de recomponer con tantas astillas
dispersas el espejo roto de la memoria. Apenas si distinguía las formas a plena
luz, y tenía hojas medicinales en las sienes para el dolor de cabeza eterno que
le dejó su hijo la última vez que pasó por el dormitorio. Estaba de costado,
agarrada a las pitas del cabezal de la hamaca para tratar de incorporarse, y
había en la penumbra el olor de bautisterio que me había sorprendido la mañana
del crimen.Apenas aparecí en el vano de la puerta me confundió con el recuerdo
de Santiago Nasar. «Ahí estaba», me dijo. «Tenía el vestido de lino blanco
lavado con agua sola, porque era de piel tan delicada que no soportaba el ruido
del almidón.» Estuvo un largo rato sentada en la hamaca, masticando pepas de
cardamina, hasta que se le pasó la ilusión de
que el hijo había
vuelto. Entonces suspiró: «Fue el hombre de mi vida».
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